terça-feira, 19 de outubro de 2010

Até os Elefantes Choram pela Saúde do Vizinho

Hasta los elefantes lloran por la salud del vecino
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Autor: Eduard Punset 10 Octubre 2010

En este blog abundan los comentarios sobre un tema al que le concedo una gran importancia, cuando nadie se refiere a él, tal vez porque contamos con muy poca información. Dice Teresa, por ejemplo: “Si queremos llegar a un lugar, es lógico que se pregunte a alguien que está allí porque, de alguna manera, estará más capacitado que nadie para decirnos cómo descubrió el lugar, cómo llegó a él y darnos alguna pista. En definitiva, lo que estoy sugiriendo es que solemos preguntar al que posee aquello de lo que nosotros carecemos y queremos disfrutar”.

Casualmente, yo llevaba varios días reflexionando sobre las causas que inducen a gente muy joven –muy a menudo chicas de entre 13 y 15 años, acompañadas, algunas de ellas, por sus padres– a esperar horas a que salgan del hotel sus ídolos; están seducidas por futbolistas de renombre, artistas, cantantes o personajes del mundo mediático, particularmente, de la televisión. ¿Qué pueden tener que ver esos jóvenes procedentes de universos ficticios o todavía no asentados con universos distintos marcados por el éxito y el dinero?

Teresa había puesto tal vez el dedo en la llaga. Antes de que el sistema educativo o la propia insatisfacción generalizada convierta y pervierta a los jóvenes, lo lógico es que intenten conocer de cerca a los que lograron el reconocimiento social, el puesto de trabajo envidiado y el éxito, en lugar del fracaso.

Devoción desatada con desenfreno por ese famoso grupo musical británico de hace pocas décadas (imagen: Colección Hulton-Deutsch/Corbis).

Es sorprendente la diferencia abismal entre la búsqueda de lo que sugiere el instinto, por una parte, y lo que impone la sociedad engreída en sus propias convicciones, por otra. La neurología moderna está a punto de probar ahora la existencia de una moral innata en la que se sustentaría el altruismo social que hasta hace muy poco tiempo se cuestionaba. Ahora resulta que hasta los elefantes, dejados a sí mismos, son altruistas y se preocupan y hasta lloran por la salud del vecino.

A ver si aceptamos de una vez que la existencia innegable de psicópatas no constituye prueba alguna de la naturaleza perniciosa de los homínidos. Incluso el “gen de la depresión” tiende a no manifestarse cuando el entorno es amable y acogedor. Lo que es verdad de un promedio puede no serlo de un individuo, reza uno de los principios básicos de la ciencia. Ni es cierto que los humanos sean pervertidos o egoístas por naturaleza.

Sí es cierto, en cambio, que la vida del adulto ha estado sometida a tantos engaños, ha sido víctima de tantas jugarretas, se le ha hecho competir en condiciones tan duras e inaceptables, se han despreciado tanto sus impulsos altruistas y compensado su egoísmo cuando lo ha mostrado que su cerebro y estado anímico no sólo han perdido la virginidad y el ensueño del alma joven, sino que son incapaces de reconocerlos.

Se habla con mucha facilidad de los abismos generacionales, de los impuestos por distintas etnias y orígenes geográficos; se arma un lío a raíz de los llamados “gaps tecnológicos” entre los inmigrantes digitales y los nativos digitales, pero nadie habla de las disparidades en las capacidades cognitivas, de imaginación y de ensueño entre mayores y niños. ¿Alguien tiene otras explicaciones de que seamos unos y otros tan distintos? Sólo los niños pervertidos por la vida parecen tener algo parecido a sus mayores.

Es muy difícil no culpar a estos últimos y a sus sistemas educativos del lavado de cerebro que van a padecer, inevitablemente, convicciones enraizadas incluidas, los pequeños

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